17 de septiembre de 2017

«El iluminado»




i


«El simple hombre ve lo que aparece a los ojos;
pero en cuanto a Jehová, él ve lo que es el corazón»
(1 Samuel 16:7)


ii


«Dios sabe lo que hay en el corazón de la gente
y destruye solo a quienes considera malvados»
(Génesis 18:23-32)


iii


«Al estar bajo prueba, que nadie diga:
‘Dios me somete a prueba’. Porque con cosas malas
Dios no puede ser sometido a prueba,
ni somete a prueba él mismo a nadie»
(Santiago 1:13)


iv


«Ningún ser humano está exento de sufrir,
ni siquiera los que gozan del favor divino»
(Alejandro 9:17-20)




Un terremoto inesperado había destruido por completo toda la ciudad. Y el pacífico pueblo se había visto en la dolorosa tarea de lidiar con la masacre. Los ecos y las repeticiones. Incinerarse a sí mismo, reinventarse. Las víctimas se habían llevado consigo toda la apariencia, estaban desnudos ante la adversidad, aterrados, lacrimógenos, deseando despertar. Y los muertos habían acabado con la poca fe que se respiraba entre sus supervivientes. Los niños muertos eran lo que más hería a la comunidad. Puta, compadre, no hay manera de digerir eso. Sin embargo, de entre la desgracia se irguió un hombre. Bendecido por la desobediencia. Naciendo de entre los escombros. Un hombre magullado pero eterno, absorbido por la ceguera y la iluminación más hipnótica que los bebés humanos pudieran conocer. Un hombre auténticamente hermoso, lleno de una inocencia sublime y una delicadeza admirable. La ciudad podría haberse quedado hecha pedazos, pero ese valiente Cristo había sobrevivido y prueba de que Dios velaba por todos era la misión que le encomendó. Con las manos llenas de polvo se pasó los dedos entre los cabellos y se peinó, y contempló una herida en sus costillas. Negó consternado y cuando escuchó a los vivos enterrados negó hasta la saciedad con incredulidad, morbo y sospecha. Suspiró y supo de inmediato lo que debía que hacer. Y aún con el pecho turbulento decidió ser hombre y caminar entre las calles en busca de alguien a quien ayudar: encontrar a alguien al que contarle la gran revelación.


En poco tiempo logró recuperar su andar, y con pasos elegantes recorrió las calles en busca del sol. Su rostro marrón y de prominente nariz le hacía parecer un guerrero maya. Pero su boca era la de un error. En su cabeza se iluminaba el dedo traicionero de Dios, y en su mente una calma asombrosa y una rotundidad hacia lo inesperado: nada podría sorprenderle nunca más. Porque nada podía estar a la altura de Dios, ni siquiera la depresión... Vio sangre muerte polvo y barrios enteros destruidos por el baile de las casas del Infierno. Pero nada de eso podría quitarle su calma, su voz se sumía en la profundidad de las catacumbas y de un único deseo sagrado. Tosió un poco de sangre hiel y sarro, y se llevó las manos a los bolsillos mientras paseaba sobre los escombros, como una gaviota que se posa sobre los restos de un barco deshecho. La gente gritaba aterrada ante semejante catástrofe, las señoras gemías lacrimosas entre ladrillos y muebles rotos. Algunos niños no habían tenido la oportunidad de escapar del colegio, nunca el colegio fue tan espantoso, ¿habrán aprendido algo ese día? Al menos habían aprendido la más importante y dolorosas de las lecciones, la muerte. Niños casi adultos persignándose, maldiciendo no haber hecho caso a los mayores, ¿sería todo esto su culpa? ¿Sería todo esto por su lastimera culpa? Pues ellos eran criaturas incompletas: no lo suficientemente desobedientes cómo para ser niños, ni lo suficientemente serenos cómo para ser hombres. Estaban rotos. Además, tampoco estaban lo suficientemente vivos porque con cada temblor sus cuerpos atrapados entre los muros del colegio se engullían. Era una serpiente gigante de asfalto, hormigón y vigas metálicas. Eran por lo tanto niños deshabitados. Los edificios se habían desplomado sobre ellos. El triángulo de la vida es pura neblina. Algunos hombres hicieron labor de voluntariado junto a más hombres para rescatar a los heridos. Jóvenes, muchachos, padres de familia, divorciados, misóginos, maricones, ermitaños y desequilibrados mentales. De alguna manera todo aquello era una festividad. Y cómo era una fiesta todo el mundo estaba invitado. Pero no podían contener las lágrimas, sentir en su corazón el terrible sudor de la angustia. Era imaginar a alguien atrapado entre unas paredes muertas y tener que aceptar que en ese lugar van a morir. ¿Cómo se puede lidiar con algo así? ¿Cómo se puede aceptar de manera tan inminente que ha llegado tu hora? ¿Cómo iban a poder intentar calmarse ante lo evidente? Entre los escombros los gritos de un hombre que llama a su madre muerta, delirios insoportables de un hombre que ha hecho niño, lamentos, alaridos, rezos tan altos que podían llamar la atención de Dios. Gritar que no les olviden, que no están todavía muertos. Lo blanco en sus ojos, el barro blanco en sus cuerpos, cenizas de hogares se mecen entre los cuerpos. Mi papá está enterrado también. Y sé que no le voy a volver a ver. ¿Qué hago?


La gente que odiaba a la gente también se unió a la causa. Ningún incidente como éste se podía tomar a la ligera. Aunque toda catástrofe sólo se puede tomar a la ligera. Porque toda desgracia sólo se puede aceptar irresponsablemente. Con risas fingidas. Y aunque la mayoría sabía que estaba fingiendo, no podían evitar impregnarse de toda esa buena voluntad, de toda esa forzosa y tonta fe en los demás. ¿Éramos acaso fabricantes de las esperanzas chilladas más necesitadas? Sólo podíamos rompernos las espaldas buscando a los heridos y en sus cuerpos muertos encontrar sólo a un indeseable inoportuno. Encontrar a Dios. Por un momento todos olvidaron que eran personas despreciables. Porque nadie en esa ciudad se salvaba, todos habían nacido condenados a ser despreciables. ¿Había Dios tachado sus nombres de la lista? Los únicos que podían escapar de este destino eran los niños retrasados y los que murieron poco después de nacer. Las jóvenes ególatras y soberbias dueñas del coño más delicioso jugo de melón eran señoras llenas de comprensión, ternura, piedad y necesidad de acunar a los viejos sucios viciosos culpables y mugrientos. Y por ello sus coños eran sacos de semen repugnante, de leche agria, de peste negra. Los violadores de niñas ya no tenían peso sobre sus hombros, ¡eran libres!, ni culpa ni remordimiento. Algunos ladrones inteligentes supieron aprovecharse del gran cadáver en el que se había convertido la ciudad. Y siendo grandes aves de carroña desplumaron a todos los ciudadanos que caían en sus trampas. ¿Eran estos ladrones seres despreciables? Sólo Dios podía amarlos tanto como yo. Ladrones os daría mi alma por haber tenido el coraje. Os elogio y os beso en mi mente. Ninguno había cometido actos infames. Sólo con estar allí por la labor eran hombres buenos. Creando un espejismo infinito. También se murió un chaval que iba conmigo a la universidad. Alimentado la decepcionante infamia. ¿Salvar a un niño? Los misóginos amaban por un instante sagrado a todas las mujeres del pueblo desde una posición tan conmovedora que hasta podías olvidar que consumían pornografía dura y perversa. Violaciones en alta definición. Aunque de entre todos ellos, los que estaban más asustados y que por algún motivo siempre se veían perdiendo la mira eran los muchachos. Porque siempre en algún momento todos los muchachos pierden la cabeza, se acojonan, les cae un muro en la cabeza, y no saben bien hacia dónde correr. Pero el místico se preguntaba, ¿correr? ¿Hacia dónde si corres hacia tu propia muerte? Y los muchachos suelen volverse locos..., todos los muchachos solemos perder la cabeza. Así que en parte no eran tan despreciables. Tampoco podía despreciarme a mí. Creo que papá está muerto. Los locos nunca pueden ser despreciables, son ángeles deliciosos. Padres divorciados unidos por rescatar a los hijos de los vecinos y a su vez de los hijos de los vecinos de sus vecinos..., y así hasta que crean un puente tan largo que podría alimentar a todas las sombras. Hijos muertos sin riesgo a sobrevivir. Bendita suerte. Seamos claros, todos los niños de esa ciudad habían muerto excepto una niña que jugaba en el parque y dos o tres más que habían sido rescatados por las divisiones 30 y 40. Pero toda aquella desgracia no importaba absolutamente nada porque existía un hombre que había visto la más maravillosa de las revelaciones y había sobrevivido. Y éste mismo tenía el deber de exhibirse y enseñar con los brazos abiertos, obsequiar con su visión a sus imperfectos semejantes. Porque ese vagabundo que paseaba entre los escombros con una ligera sonrisa y una herida profunda en el estómago de una ciudad en ruinas era El Iluminado.


El iluminado no tenía culpa de nada. Porque las prioridades no las había creado él, y sin embargo, estaban bastante claras aún cuando la duda era razonable. ¿La humanidad antes que el capricho? ¿Dios antes que unos pocos niños muertos? ¿DIOS ANTES QUE PAPÁ? Además sabía bien, por su luz interior, que la muerte era la única eternidad existente, y que la vida era sólo un sueño accidentado, un trámite especialmente tedioso. No lo decía él, lo decía Dios. Que nada podía estar por encima de su voz porque de su boca no brotaba sonido humano, sino el ocio de una criatura inexplicable que se aburría. ¿El libro de Dios habla de la catástrofe? ¿Habrá Dios predicho esto? ¿Sería Dios tan estúpido cómo para no saber nada de esto? No creo que el propósito de Dios para el hombre fuera el sufrimiento, ni tampoco que deseara que algo que Él mismo creó fuera destruido por sí mismo. Pero si Dios lo creó todo, ¿por qué no nos creó menos vulnerables? ¿Por qué con una mirada alguien puede enloquecer o llorar? ¿Acaso todo es culpa de nuestros padres? Y los primeros padres que desobedecieron la autoridad divina que se rebelaron contra Dios eran los únicos responsables de las doscientas treinta y dos muertes de ese pueblo. ¿Era Dios un exterminador de criaturas imperfectas? ¿Estaría Él simplemente sacudiendo el polvo? ¿Acaso el gran error imperdonable de los primeros hombres y por ello de todos nosotros sólo fue decidir fijar las propias normas sobre lo bueno y lo malo? ¿Era Dios un creador resentido? Al ver que los hombres le daban la espalda y no le daban lo que le pertenecía tuvieron que pagar las consecuencias. Aunque también era cierto que Dios le dijo a Adán que llenara la tierra pero que esto no significaba crear ciudades. Porque crear sólo le pertenecía a él. Porque nadie podía imitarlo, eso era pecado. Y el hombre en su absoluta desobediencia hizo ciudades, y las ciudades no eran parte del plan de Dios. Pero qué culpa iba a tener un descendiente de Caín al pensar que sería buena idea fundar una ciudad, comerciar, hacerse rico y aprovecharse de los que llamaría luego ciudadanos. ¿Por qué no siguió el consejo imperativo de Dios y se conformó con vivir en casas de una planta? ¿Por qué Caín tenía que ser un genio? ¿Dios le maldijo por ser un genio? ¿Dios le odió porque su criatura podía llegar a hacerle sombra? ¿Por qué las poblaciones no eran parte de la idea original y todos los desastres de hoy tienen que ser por causa del mismo hombre? Pero a pesar de todo esto, no puedo encontrar injusto que se culpe a Dios por los errores que comete el hombre, porque los hombres son LA responsabilidad de Dios...


En la acera reconoció a una de las señoras solidarias que tuve la fortuna de conocer. Una señora de baja estatura, piel ocre y cabellos canosos. De nariz pequeña y con un lunar obeso en la mejilla. Con zapatitos de madera, una falda negra, una camiseta y una chompa. Era la misma señora que en invierno le daba patatas asadas y en verano agua con limón. Sentía por ella un cariño especial, la sentía como un ángel guardián. Así que ni corto ni perezoso se acercó rápidamente a ella más emocionado que consternado. Le dijo que lo había visto todo, que incluso vio su destino y la fatalidad de la humanidad... el terremoto. Y ella muy afectada le dijo Juan qué he perdido a mis niños que había sido un terremoto espantoso, que había muchos heridos y peor aún muchos damnificados... Que no tenía valor para pensar en los muertos, que Dios les ampare. Lo dijo como mordiéndose la lengua, temiendo maldecir sin querer, injuriar sin saber. Que temía por su familia, su hijo y sus nietos. Así que El Iluminado para consolarla le dio la razón, y añadió orgulloso que todo eso carecía de importancia, que si bien era cierto que su hijo debía estar ya bien muerto, y que por el aspecto de los edificios sus nietos estarían reventados bajo una pared no había de qué preocuparse, luego le preguntó: –¿Qué será todo ese dolor pasajero en comparación a la iluminación eterna y la sabiduría infinita de Dios? La señora sintió náuseas y un pinchazo en el estómago, hicieron que le provocara arrojar cuando habló de su Dios, y maldijo las veces que se preocupó por aquel enfermo, calumniándose a sí misma sin darse cuenta..., tener el valor de soltar semejante sarta de estupideces en un momento tan delicado. –Señora mía, continuó, el mundo no se va a acabar por unas pocas muertes, ¿tiene idea de cuántas personas vivimos en este mundo? ¡Las ciudades no están hechas para los hombres! No le dejó terminar. –¡Exacto! ¡Muchísima gente! Sin embargo, usted entenderá que lo que le vengo obsequiar, oh señora mía, es toda la sabiduría del mundo condensada en una sola canción, para usted, para que la pueda saborear y aceptar el nuevo mundo, para que sus días sean el paraíso mismo, para que nunca más caiga en la desesperación la angustia y la tristeza, para... –¡Calla ya tarado! La señora no le dejó acabar su emotivo discurso y le importó un comino todo lo que salió de su boca, porque ni siquiera entendía de qué demonios hablaba.


De la señora herida nació el gesto de soltar un bofetón, marcarle bien el rostro con una mancha roja y humillante, por la mala intención, por la mala sangre, por todo lo que dijo sobre su hijo y sus nietos; por ponerla nerviosa, por desearle lo peor, por ensuciarle la cabeza con cochinadas; pero en lugar de todo ello la angustia le hizo sollozar. Y luego rompió a llorar porque estaba realmente preocupada por su hijo y sus nietos. Con la saliva cayendo de su boca. Su dentadura postiza. Sus ojos abultados, la piel colgando de sus ojeras. Sus arrugas, una abuela llorando. Y no existía nada más triste y desagradable que ver a una señora llorando. Al Iluminado le cambió la cara, quiso morderse el puño, abrazarla, suplicar su perdón, pero no tenía el valor suficiente como para soportar el rechazo. Quizá fue allí la única vez en la que el Iluminado actúo como un ser humano. Porque sintió lástima de todo el daño que había ocasionado con su ceguera. Agachó la cabeza, murmuró una despedida de arrepentimiento y se fue deprimido.


Pero el vagabundo iluminado luchó contra sí mismo y logró no perder la esperanza y lo volvió a intentar. Se acercó a todas las personas que pudo, a todo superviviente de la catástrofe, no le importaba si estaban cojos ciegos llorosos, o un poco tontos por el golpe, lo único que importaba era compartir con ellos su experiencia, su visión. Pero todos estaban demasiado metidos en sus problemas cómo para tener tiempo para Dios. El Iluminado se llevó algún que otro golpe, algún empujón, otras personas vieron en él a un inútil, un estorbo, a un miserable infeliz desequilibrado entrometido. La gente parecía enloquecer en cuánto él aparecía, y peor aún cuando abría la boca y afirmaba que muy probablemente, casi de seguro, todos sus familiares estaban ya muertos y que eso no importaba. Que estaban perdiendo el tiempo organizándose, llevando comida agua y gasolina en las motos, que si algo se derrumba debe enterrarlo todo, lo vivo y no muerto, los hombres y el amor. Que era una auténtica tontería estar tan preocupados y tristes por gente que ya estaba muerto. ¿Tus hermanos? Muertos. ¿La señora de la limpieza? Muerta. ¿Un ciego un poco homosexual? Muerto. ¿Los niños de los colegios católicos? Más que muertos, devorados por el pavimento. ¿La hermana de tu madre? Desaparecida. ¿Papá? Muerto...


El Iluminado no tenía reparo en sacar la lengua y decir la verdad. Un hijo de Dios no podía mentir. Y aunque no le faltaba razón y su convicción era inapelable e inexorable, y además el aspecto de la ciudad era terrible y desalentador, porque había conversado con Dios. Él no podía mentirse, ni por supuesto mentir. Porque uno que conoce la verdad sólo puede pagar con la verdad. Aunque el precio sea su destrucción, la soledad, la muerte o el desprecio de su propio Dios. Poco a poco El Iluminado empezó a sentirse cómo lo que siempre fue: un insignificante vagabundo miserable apestoso ignorante torpe perezoso ambiguo y vicioso hombre que por supuesto no tenía ni sueños ni esperanzas. Se tomó un tiempo para inspeccionarse a sí mismo. ¿Él era real? Sabía que olía mal, que la gente le evitaba por su mal olor. Sabía que su cabeza estaba llena de yagas, mugre y cebo hediondo. Que sus cabellos negros tenían algunas canas. Que aunque intentaba peinarse y siempre que tenía ocasión reciclaba cuchillas de afeitar para dejar su cara limpia lampiña y al descubierto, no dejaba de ser un monstruo. Un hijo abandonado. Y por eso creyó tan fuertemente que era el indicado, porque su destino más que nacer de la pura suerte era un acto divino, Dios sabía que él se merecía esa gratificación, ese premio..., se merecía un regalo por haber padecido tanto en toda su vida. Su garganta hedía a úlceras gástricas, a hiel, a mucosa podrida blanquecina que descansaba sobre las rugosidades de sus amígdalas. Su saliva era pegajosa y pastosa como la mía. Ni siquiera podía permitirse escupir porque terminaba escupiéndose a sí mismo. Su ropa olía a vómito, sus pantalones a orina mierda y pequeñas eyaculaciones torpes. Apestaba como un desgraciado. Sus pies estaban podridos de tanto caminar y no dejar la piel respirar. Amarillos, con un olor a queso ácido, a vinagre milenaria. Entre sus dedos había costras, mocos verdes y heridas rojas. Sus talones solían agrietarse, así que también había sangre como yo. Sobre todo sangre. Sus uñas estaban arrancadas porque los hongos se las habían podrido y durante las noches aprovechaba el aburrimiento para matar el hambre, y con cierto desprecio se arrancaba las uñas para luego llevárselas a la boca, las masticaba y saboreaba su textura, ese yeso pastoso con sabor a talco. Sus dientes estaba picados, el sarro se había vuelto color cobrizo como yo. Y su estómago era grande, deforme, parecía un trasero mórbido. Y por un instante cogiéndose sus carnes sintió arrepentimiento por no haberse cuidado, lloró internamente, y después sucedió el milagro. Se acarició su violenta monstruosidad. Valientemente acarició su grasa, besó sus manos, y se llevó el beso a su rostro, se peinó como pudo. Pensó en su padre arreglándole para ir al colegio o a misa. En sus manos ásperas y a la vez delicadas, dedos generosos, el calor de unas manos que más que manos parecían guantes. Miró sus zapatos y se dijo que lo importante no tenía por qué verse, que lo importante nunca está en el interior, no quiso pensar más en todo eso, era todo una trampa porque siempre importaba algo. Al menos sus zapatos tenían mejor aspecto que sus pies. Tragó toda la saliva que pudo y con la camisa que llevaba se frotó un poco los dientes. No era un hombre perfecto, pero al menos sería mucho más perfecto que nadie en toda esa ciudad... Porque nadie podía decir con tanto orgullo como él que en su totalidad él mismo en persona y en generosa realidad era El Santo Iluminado.


El hijo de Dios se dispuso a continuar con su viaje en busca de gente que desease saber la verdad absoluta inequívoca y ardiente sobre todas las cosas. Después de intentarlo con muchos necios creyó que el mundo estaba sordo y loco por no querer saber nada sobre el grandioso suceso. De verdad que no se lo explicaba. Suceso mucho más importante que un patético terremoto. En fin, uno con la gente sólo puede llevarse una fiasco. En una calle con casas pobres una niña lloraba entre ladrillos grises y él vagabundo se acercó a ella. –¿Qué te pasa pequeña?, le preguntó. Y llorosa le dijo que estaba jugando en el parque cuando vio que su casa se caía, que su papá estaba allí, que mamá, su hermano... ¡todos! Y el vagabundo mirándola con detenimiento y melancolía rompió a llorar de risa, –¡pero qué niña tan ingenua!, exclamó. ¡Tus padres están bien, niñita mía! La niña dejó de llorar de golpe. –¡Cómo es eso posible!, preguntó salvaje. –Sí, sí, lo que oyes, dijo confiado. –¿Pues dónde están?, preguntó la niña. –Muertos niñita mía, están muertos. Sintió la desesperación apoderándose de ella, creciendo como una serpiente al rededor de su cuerpo. Hasta sus pulmones limpios de escombros se encogieron. Y cuándo iba a volver a llorar el vagabundo la detuvo con los dedos y le dijo rápidamente: –Pero puedes ir a verlos. No hay ningún problema con eso. –¿Cómo?, ¿cómo?, chilló la niña. –Muy fácil niñita mía, ya que veo que a ti no te voy a poder explicar nada porque eres un poco ingenua, te lo diré muy rápido, la única forma que tienes para estar con ellos, y jugar en el parque, y regresar a casa y verlos, estar frente al televisor con ellos, y cenar, y dormir en tu cama es sólo un paso, quizá sólo un salto. –¿Un paso? Por favor..., dijo la niña intrigada y mucho más calmada. –¡Por favor...! –Sí sí, dijo el vagabundo, luego añadió, –sólo tienes que morir.


La niña sintió que su estómago se rompía. Y el vagabundo muy contento se fue de allí, era bastante fácil hablar con los niños, parecía que eran los únicos que escuchaban. Muy satisfecho él, a fin de cuentas acababa de decirle todo lo que ella necesitaba saber sobre el incidente. No iba a perder el tiempo con una pobre niña cuando lo que necesitaba ella, lo que verdaderamente necesitaba era simplemente morir. Pero, se dijo, iluminado por el manto de Dios, en cierto modo, perfiló, en cierto modo..., todos necesitamos morir, ¿no? Todos necesitamos ese exorcismo. ¿Cómo es que nadie se había dado cuenta antes? Se escupió en las manos y se peinó. Olió óxido en las yemas de sus dedos, pero no le prestó la más mínima atención. Luego en el camino encontró a un señor muy sereno y hablaron sobre Dios, y resultó ser que Dios no podía estar en él. Luego entendió que era un patético farsante. Qué demonios iba a saber un ignorante como él sobre Dios. Un cura, ¿me tomas el pelo? No estaba dispuesto a perder más su preciado tiempo y se fue. Pero tenía muy claro algo. Tenía que inseminar a todos con la voluntad de Dios, aún cuando no quisieran saber nada de él, a la fuerza, porque ¿qué es decirle la verdad a alguien que sólo quiere vivir entre sus mentiras sino sólo la fertilización de una virgen? ¿Qué es amar enseñar y compartir a Dios sino sólo una violación? Debía pues, convertirse en violador. En un violador de masas. Y así lo hizo. Caminó furioso y decidido, no iba a dejar que nadie le detuviese, les iba a decir a todos, a la fuerza, el mensaje de Dios. Los iba a dejar ciegos con su luz. Así era el camino del Iluminado, y no podía quejarse. Porque para él no había nada más satisfactorio que destrozar a la gente. Porque destrozar no era nada malo, destrozar era amor, y el amor sólo puede ser Dios. Porque, se dijo torpemente, se puede hacer el amor a una niña. Porque Dios lo acepta todo. Eso debía hacer, volver hacia la niña de antes y violarla gracias a la verdad de Dios. Pero rápidamente camino cambió de parecer. Se retractó y volvió sobre sus pasos. Seguramente, se dijo, algo se le habría pasado, pero eso no podía ser posible, si Dios se lo había dicho todo y Dios no podía fallar porque era insobornable, los deseos de Dios no pueden estar equivocados. ¿Era acaso violar una forma de perdonar?


Entre los escombros una mujer cogió el cadáver de su pareja. Llorosa y destruida y mientras intentaba abrir las puertas y mover las paredes se puso a gritar histérica. Le amaba tanto que él ya no hablaba. Y con la más triste necesidad desabrochó sus pantalones, lo desnudó aún caliente y limpió un poco la sangre de su cuerpo. Luego besó su boca desencajada y se restregó contra su cuerpo triturado. La sangre fluía todavía por su cuerpo hacia sus pies, y la polla de Alberto se erecto. Y ella pensando que era su último consuelo y la única despedida se la llevó a su boca y la amó. Después se colocó encima y mientras temblaba y suplicaba, y pensaba en que iba a morir allí se introdujo el pene de su novio en su vagina. Pero éste empezó a arrugarse antes de que ella pudiera llegar a sentir el orgasmo. Desesperada cogió una astilla de metal y lo clavó por la uretra de su amor. Y aún con el metal frío se metió a la fuerza el pene incrustado. Se concentró, cerró los ojos y le rezó a Dios. Mientras el engendro se frotaba entre las paredes cavernosas de su coño. El metal raspaba su membrana pero también el pene. Y entre desgarros y caricias logró poder correrse. Se mezcló la sangre de su coño con el de su novio y ansiosa y enloquecida por sentir una última vez el semen de su amado reventó los cojones con una roca hasta conseguir un mejunje de sangre semen carne y escroto. Se la llevó a la boca. El cuerpo de cristo. Y se lo tragó. Notó la sangre brotando salvaje de su interior y la cogió con las manos como un explorador hace de un río y la bebió. La sangre de Cristo. Y una vez húbose despedido de su vida hizo palanca con unas vigas, se colocó al lado de su novio y dejó que un gran trozo de escombro le reventara la cabeza. Dios está enfermo.


Desde lo alto de unos escombros un asesino observaba a la gente. Dios le había dado a él la Santa Iluminación y podía distinguirlo a simple vista, incluso sólo con el olfato; lo llamó y el hombre bajó y se acercó a él. Le miró a los ojos y le dijo: –¿Deseas matarme? Y el asesino con los ojos muy abiertos y vidriosos negó falsamente pero con rotundidad. –¿Por qué?, le preguntó, ¿no es cierto que deseas matarme? Y éste dijo, porque matar está mal. Y entonces El Iluminado sintió una terrible tristeza porque cómo era posible que una persona tan majestuosa como él se negara a sí mismo ser, y negara de esta forma su propia naturaleza también. –No Tengas miedo, le dijo, soy el padre. Puedes decírmelo, puedes confiarme tu verdad, a fin de cuentas también soy El Iluminado y no tengo reparo en compartir contigo también la verdad absoluta. El asesino dudó, pero al final fue libre y le confesó todos sus crímenes. El vagabundo no se sorprendió pues nada podría sorprenderle, acaso sólo Dios, acaso sólo la muerte; ni tampoco buscó darle una lección sobre lo que estaba bien y lo que está mal, él no era un descendiente de Caín. No pasa nada, criatura mía, le dijo. Y acercándose a él le ofreció el abrazo más hermoso de toda su existencia, un abrazo lleno de comprensión y amistad. El asesino no se negó, pero se mostró receloso, y al final cedió. Y mientras se fundían sus cuerpos en un abrazo El Iluminado le susurró al oído: –Estás perdonado de todos tus falsos crímenes, porque, criatura mía, matar no puede estar mal de ninguna manera. Porque morir es la única solución. Y el asesino sintió un escalofrío que recorría toda su alma, sus piernas temblaron y empezó a llorar como si todo el polvo del accidente hubieran ido a nadar dentro de sus ojos. Húmedo rojizo y agradecido apretó con más fuerza al vagabundo contra sí. Y besó sus mejillas y su frente, se aferró a su cuerpo, impregnó sus dedos en él como perforándole y continúo llorando. Porque al fin alguien le decía la verdad. Al fin alguien le entendía. Por fin no estaba solo. Después se calmó y el vagabundo le dijo que debía seguir su camino. Y el asesino asintió con complicidad un poco de pena y le dejó marchar. Pero no había duda de que había sido un afortunado, había conocido a Dios.


Desde lo lejos se ve a un hombre que se encuentra con otro y se ponen a conversan. Alguien observa a un vagabundo y se pregunta si su sangre será roja o marrón. No puede dejar de pensar en él. Se excita, se muerde los labios y decide comérselo. Camina con cuidado de no ser descubierto. Se ha enamorado y no lo puede evitar. Ni quiere negarlo, ni quiere mentirse. Hoy ha aprendido algo muy importante. En medio de tanto caos algo de luz. Bendito el cielo, se dice. Y camina hacia él. Y sigue el rastro que deja el hedor inconfundible de los genitales de los vagabundos. Y se esconde tras los escombros, cada vez está más cerca, pero luego deja que el vagabundo le adelante. Y sigue, hacia él, decidido, lleno de paz, lleno de esperanza. Lo ve caminar y se imagina su vida, su dicha, el cielo le sonríe y cómo podría ser el mundo tan extraño. Gente muerta, gente asustada intentado recuperar una pierna o un brazo, algún recuerdo de alguien que existió para darle un funeral sano. ¿Pero acaso algún funeral es saludable? Algo que les explique que no serán olvidado, que no se han extinguido de la faz de la tierra. Pero él se dice a sí mismo que hoy ha sido un día increíble, tanta gente muerta, se relame. Tantas ovejas desbordadas, tantas víctimas, tantas presas. El vagabundo caminando, qué delicia, puede saborear su piel, el orín, sus axilas; puede frotarse entre sus brazos, su cabeza, el olor mantecoso de sus cabellos. Quitar la piel a tiras, arrancarle los dientes con el culo, romper sus dedos con la lengua. Lamerle el rostro mientras llora y gimotea. Se acerca hacia él, masturbarse, no se contiene, está cada vez más cerca. Está distraído. Frente suyo un muro, a unos metros un grupo de gente se acerca gritando. ¿Le habrán descubierto? ¿Habrá alguien que haya hecho el amor entre escombros? Se pregunta a sí mismo. Eso no puede ser, no no no, no puede ser. Se mantiene firme. Luego escucha a la gente correr y no puede contenerse, está completamente enamorado coge una piedra, suelta un poco de orina por la emoción, coge otra piedra.


Después de hablar con el hombre más sabio del mundo se dio cuenta de que era al único, por encima de todas las criaturas, al que de verdad pudiera matar. Su solemnidad era tan insoportable que le hacía enloquecer. Además, ¿cómo un miserable mequetrefe iba a tener todo ese conocimiento en sí mismo si ese bastardo pordiosero no había visto a Dios? ¿Acaso él era el nuevo guía del mundo entero? Resolvió el asunto empujándolo contra los escombros, maldiciendo su confianza interior y gritando que no tenía ni puta idea de lo que hablaba, que no podía mentirle a él, porque nadie le puede mentir a Dios, que no podía soltarle semejante imbecilidad hedionda cínica ególatra y quedarse tan satisfecho. Que lo condenaba a la insaciabilidad. Que aunque la muerte no significara nada real, ojalá hubiera muerto él en el terremoto y no los niños, los ancianos, y los locos. Lo dijo con tanta naturalidad que hasta podía parecer que hablaba en serio, pero la verdad era aún más perversa. Los niños muertos no le importaban nada. No porque supiera que ahora estaban en un lugar mejor, ni porque estuvieran en otra atmósfera, sino porque alguien que ha visto a Dios no puede sentir remordimientos ni lástima ni dolor. Simplemente no puede preocuparse por criaturas tan livianas. Aún cuándo su intención en todo momento era compartir su sabiduría no podía luchar contra semejante agravio. Además estaba harto de toda esa gente que quería darle consejos, mostrarle lo equivocado que estaba, educarle, darle una vida, un techo, hacerle entrar en la rueda de la que todos eran cómplices. Amarle... Estaba harto de tener que luchar contra sí mismo para no creerse un fracasado. En su corazón sólo había rencor hacia todo el mundo. Y eso que era un tipo apareamiento feliz. Por un momento llegó a pensar que si Dios lo había iluminado era porque en lo más profundo de su alma sólo albergaba rencor. Pero pronto olvidó todo eso cuando vio a una muchedumbre ultrajada, hambrienta y furiosa perseguirle. Así que el vagabundo echó a correr intentando encontrar algún refugio en el que poder depositar su confianza y esconderse. Porque confiar es huir. Y porque estaba muerto de miedo.


Una piedra choca contra su cabeza, aturdido y un poco ciego pierde el equilibrio y cae al suelo. Pero no se desmaya, Dios está de su lado. Mientras corre se lleva la mano a la cabeza y nota una brecha. Cuando la acerca hacia su rostro distingue un guante espeso de sangre. Dios no hace distinciones. Cualquier criatura le sirve para hacer su propósito. Cualquier criatura puede hacer el ridículo para saciar el apetito de su Dios imbécil. Mientras la mancha poseída grita que aquel que habla de Dios debe morir. Se aproximan a él, vociferando y escupiéndose entre ellos como simios enfurecidos. Pero llenos de la más profunda ofensa: reírse de los muertos no está bien. Arrancándose la piel de los brazos, saltando sus ojos las cuencas de sus cráneos. ¡Al tullido! Gritan, a por él, a por el infame, el farsante, el mentiros. Avanzan hacia su fin en filas monstruosas. El vagabundo siente pánico. Quiere llorar. Intenta seguir corriendo. Se ve acorralado. Y una piedra pasa por encima de su cabeza. Alguien le llama, ¡Iluminado! ¿Será Dios? Se convence, ¡será Dios! La masa viciosa, ¡a por el engendro! ¡Qué no escape ese vagabundo infernal! ¡Qué no escape semejante bodrio humano! ¡Esa escoria sucia y podrida creyendo ser Dios! ¡Mis hijos han muerto y vienes a reírte de nosotros! Abre bien los ojos y le tiemblan las retinas. Corre un poco más y se desploma al lado de un edificio sin techo. Pegado contra la pared echa un doloroso vistazo a todos los salvajes que le reclaman. ¡A por el degenerado, a por el enfermo! ¡Matemos entre todos! ¡Qué no quede nada de él! ¡Que sea una víctima más! ¡Nadie reclamará su cuerpo porque no es persona, es un monstruo! ¡Es un indeseable! Traga saliva, tiembla confundido empieza a rezar.


El dolor es un beso mientras duermes. Tenía la labor de contar lo que vio. La sabiduría infinita sólo puede existir un instante, porque todo lo infinito se narra en un instante. El amor es un instante, el odio es un instante, la muerte es un instante; pero la decepción es eterna. Porque la decepción siempre acaba. Y lo infinito es inapelable, y lo inapelable es Dios. ¡Pero acaso Dios sólo durará un instante! Y el Iluminado acepta su suerte, pero no deja de estar asustado. Con el dolor lastimero de un niño al que nadie quiere escuchar, que se arrastra sobre su propio sudor y se mea en los tobillos, escondido en un agujero, esperando a que las bestias no le encuentren, a que se haga de noche para intentar huir. Pero el sol lo ilumina todo, hasta la fealdad, y El Iluminado no puede escapar de su condición de llama humana; ninguna iglesia se habrá salvado, ninguna catedral será lo suficientemente fuerte cómo para soportar el capricho de un Dios enajenado. No queda ningún edificio en pie porque las paredes sobre las que descansa cedieron allí mismo y enterrándolo entre los escombros vio que estaba completamente confundido.


Y con el último hilo de vida que quedaba en su interior intentó mirar al cielo y preguntarle a Dios. Porque aunque la muerte no significara nada sentía tanto miedo a morir, y ciertamente El Iluminado estaba muriendo. Sus huesos se resquebrajaban, la piel se curtía, la carne se deformaba y su cráneo se iba haciendo cada vez más estrecho. Buscó a Dios en su final y no encontró nada más que miedo y angustia. Mientras las paredes danzaban sobre su muerte, su funeral nunca iba a poder brindarle la paz que brevemente conoció cuando resurgió de entre los escombros. Y lloró muriendo mientras la sangre brotaba de su cuerpo. Sangre amarilla y mocos rojos de entre sus ojos. Y justo cuándo ya no quedaba nada de él sólo un último trayecto de la sangre hacia su cerebro le pidió a Dios que por favor le volviera a contar ese cuento, que le consolara, que le quitara el miedo, que le devolviera la fe en la eternidad, ¡qué le ayudara a morir! Pero Dios, por encima del hombro y sin mover la boca ni los ojos..., sin ni siquiera existir le dijo con la luz divina que nada de aquello existía, que todo había sido siempre una broma.

1 comentario:

Valcour dijo...

Que bueno camarade, me sorprendió para bien el giro que das en el relato sobre el carácter del iluminado. Muy sabrosas las escenas que describes a lo largo de su peregrinación apocalíptica por la ciudad en ruinas. Profundas y sádicas reflexiones acerca del mensaje de divino y muy potente la parte en la que el iluminado toma conciencia de su propio ser y se ve a sí mismo como un despojo humano horadado por maldiciones tocado por el inmisericorde maldito y contradictorio AMOR DE DIOS.
SUBLIME!!